20 de marzo de 2010

Piedra Paluguillo



Contar una historia desde el comienzo es volver a vivirla, interpretarla, entenderla y aprender a través de la memoria. Lo que experimentamos se vuelve parte de nosotros, transformándonos en esa práctica vivida. En las montañas de Paluguillo compartí una experiencia creativa con Jaime y Javier Suárez cuando vinieron a visitarme al Ecuador, no sólo quería compartir con ellos el paisaje de la Sierra ecuatoriana, sino que también entender a través de la lana la importancia de los textiles autóctonos de mi país. Los tejidos son comunicadores de pensamientos que forman la identidad cultural de las comunidades indígenas oriundas de esta zona. Para mí, trabajar con lana es como adentrarme en las raíces de una historia sin palabras, una que se encuentra en la memoria colectiva de un mundo cercano a la naturaleza. Algo como enlazarme en las costuras de nuestros lejanos ancestros.




Lo más hermoso de la experiencia fue percibir el cambio climático del páramo. Cuando llegamos al emplazamiento, el sol iluminaba el verde césped que se contrastaba con las flores amarillas, unas que luego utilizaríamos también en nuestro dibujo de lanas. Mientras tejíamos en el paisaje, la niebla bajaba despacio cubriendo la roca entera y borrando las montañas a su alrededor. Casi podíamos percibir solamente lanas de colores flotando sobre la roca. Todo parecía cerrarse como una cortina de teatro al finalizar su espectáculo. Esa tarde el blanco lo cubrió todo cegándonos los ojos e inundando nuestras miradas en una bruma pasajera.



Utilizamos lanas como pinceladas de pintura y aprovechamos la roca como un gran lienzo inmersos entre montañas. En ella escribimos signos geométricos parecidos a los dibujos de las constelaciones, junto con líneas orgánicas similares a las formas que diseñan los ríos cuando fluyen sobre la superficie de la tierra. Subimos y bajamos la roca, acariciándola con los dedos en un vestido que la protegiese del frío. Aparentaba sagrada, hierática y enigmática, como si por dentro guardase toda la magia de su propio peso. Al cabo de unas semanas el viento había soplado nuestra huella, restaurando la apariencia originaria de la roca, como si nosotros nunca hubiéramos intervenido en su territorio. No obstante, en mí quedó grabado el vestigio de un contacto directo con la memoria; todo lo experimentado antes se convertía ahora en la verdadera historia del paisaje. 


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